Hay personas que desde niños, crecen con la idea de que deben ser los mejores en todo; los más rápidos, los más sobresalientes… los protagonistas; crecen pensando en que si no tienen su boleta llena de dieces, o si no logran obtener ese diploma por ser el mejor de la clase, no serán dignos de ser hijos de sus padres, y por consecuencia, crecen creyendo que el único camino que existe para no terminar siendo “perdedores” toda su vida es ser: el número uno.
Sin embargo, cuando la vida avanza y la pubertad se presenta, algunos de ellos se dan cuenta de que hay cosas en las que no pueden serlo, y no porque no quieran, sino porque comienzan a conocer sus capacidades y limitaciones e inician un proceso de consciencia en el que comprenden que alrededor de ellos existe un entorno en el que, en ocasiones, la mayoría para ser exactos, no pueden tener el control y llega a ellos la revelación de que también se puede ser: el número dos.
Y existen quienes pueden lidiar con eso y quienes no, pero no es hasta una edad un poco más adelantada cuando solo unos cuantos de ese grupo logran alcanzar la revelación máxima: ser el número dos no es malo, incluso, es necesario; porque así como sin segundos no hay minutos, sin segundos tampoco hay primeros, y ser el segundo permite por consecuencia que otros sean los primeros, incluso tú mismo, en el futuro.
Ser el número dos no significa que siempre tienes que serlo, de ahí su trascendencia. Si haces una introspección, te darás cuenta de que hay situaciones en donde eres el primero y otras cuantas en donde te toca ser el segundo.
Ser el número dos con esa morrita te hizo ser el número uno con esta otra; ser el segundo en esa entrevista de trabajo te hizo ser el primero en esta otra y eso provocó que también existieran números unos y números dos respectivamente, provocando así un equilibrio en esta pocilga que llamamos vida en donde se disfrutan los primeros pero sobre todo los segundos.