Cuando uno es joven, cree que la vida se trata de llegar lejos, o de llegar primero, o de llegar ileso. Toma decisiones atrevidas, y muchas veces poco pensadas, para dirigirse hacia ese futuro resplandeciente que alcanza a ver con los ojos llenos de ganas de dejar una huella profunda sobre la tierra que pise y por el camino que pase.
Pero conforme uno avanza en la irreversible trayectoria del tiempo, va entendiendo que los caminos son más escarpados de lo que creía y que el suelo, en muchos tramos, es pétreo e infértil como para dejar huella o semilla en él. Tristemente, pasan años para comprender que ni llegar lejos, primero, o ileso eran los objetivos primarios.
Cuando uno llega al final, en el día último de nuestra vida, lo único realmente relevante, lo que resumirá todo lo vivido, y cerrará con perfección el ciclo completo, no será hasta dónde llegamos, sino quiénes nos acompañaron en el trayecto y llegaron junto a nosotros.
Los rostros de quienes nos rodeen, nos abracen, de quienes velen nuestro cuerpo esa última madrugada; sus abrazos sinceros, sus lágrimas verdaderas, sus múltiples recuerdos, serán la medida exacta de nuestro paso por el mundo, de la huella que dejamos, de la semilla que sembramos y de la historia que vivimos.
Todos hemos estado cerca de la muerte, es inevitable y definitiva, y cada día que pasa, cada uno de nosotros, así como cada uno de los que amamos, nos acercamos más a ella y nos alejamos más del día en que todo inició.
Afortunadamente estoy ya en la edad en que la pregunta que viene a mi mente cuando pienso en ello no tiene que ver con hasta dónde llegaré, o con cuánto, o en qué lugar; la pregunta es si estoy haciendo lo correcto para que el día final me encuentre rodeado de aquellos que amo y sean ellos quienes eleven una oración por mí. La respuesta es tan sencilla como compleja: lo intento cada día.