Uno ama y cuando ama entrega. Así funciona el amor. Uno ama y entrega el tiempo y el tiempo es vida. Uno ama y entrega la vida. Lo arriesga todo, se lanza entero y decide que, de repente, otra persona se vuelve casa y camino, hogar y destino; todo momento y lugar.
Uno ama y se queda. Se queda hasta donde puede, hasta donde le alcanza. Lo vive todo. Encuentra, en otro abrazo, un umbral hacia un período insuperable de paz y de euforia, las dos al mismo tiempo. Encuentra, en otra mirada, las respuestas que creyó estar esperando desde siempre.
Uno ama y se vuelve un río. Uno ama y encuentra el mar.
Amar es darle una navaja sumamente afilada a otra persona confiando en que no va a atravesarte con ella. Pero eso no pasa. Las navajas cortan y el amor cambia de lugar. Decidir amar a alguien incluye estar dispuesto a la despedida, es como la vida que trae escondida la muerte, o como la luz que provoca también la sombra.
Uno ama y deja ir. Y a la vez, deja llegar. Por uno u otro motivo el amor cambia de lugar y viene, sin piedad, una oleada de distancia que nos lleva a alguna otra orilla.
Viene también, con fuerza desmedida, la navaja con la velocidad de una flecha. Y es esa misma navaja, la que desprende todo lo que ya no debe estar.
Uno ama y cuando ama entrega la posibilidad de irse. Es justo en ese momento que debe creer, con firmeza, que dejar ir es también dejar llegar.
Por lo pronto, en nuestra orilla, que se quede lo que devuelva el tiempo que le damos, porque el tiempo es vida y cuando amamos la entregamos.