Nada nos aterra tanto como la posibilidad de perder. La certeza que provee la sensación de pertenencia trae consigo también, el potencial riesgo de perder eso que sabemos o creemos nuestro.
Es un hecho que tener algo abre la posibilidad de perderlo; y aunque lo sabemos, aunque estamos plenamente conscientes de esa verdad, nos resistimos a ella. Es como cuando pensamos en la vida y comprendemos que en el preciso momento de nacer adquirimos, sin saber, la certeza de morir.
A veces, nuestra mayor amenaza es cualquier situación, desafío, cambio, persona o decisión que pueda quitarnos algo. Y nos llena de miedo, aún más, la incertidumbre de no saber cómo ni cuándo pasará.
Lo cierto es que vamos a perder cada cosa que tengamos, cada persona que llegue, cada habilidad que desarrollemos, cada posesión. Lo único con lo que contamos para siempre es con el hecho de que nada permanecerá por tiempo indefinido. Incluidos nosotros. Nuestra propia vida.
Es por ello que adquirir una visión más profunda es esencial para navegar en esa verdad tan potente. Una visión que nos regrese la mayor pérdida de todas: la de la fe, para cuando la verdad no alcanza.
Si entendemos con contundencia que siempre está comenzando algo nuevo de otro modo, desde otros lugares y otras personas, recibiremos las pérdidas no como tales, sino como momentos de transición hacia un nuevo comienzo.
Aquí, desde la orilla de esa convicción, existe un horizonte donde siempre se puede volver a empezar.
No hay finales, todo es el inicio de otra cosa.