Desde el primer minuto estamos destinados a un sólo propósito: llegar a nuestro final sabiendo que lo cumplimos todo, lo intentamos todo, y lo dimos todo. Una visión que, sin saberlo, regirá nuestra vida conforme avanza hacia su fin.
Vamos descubriendo el mundo y en el mundo a los que amamos, lo que nos apasiona, lo que nos da sentido, lo que nos atemoriza, lo que nos abruma, lo que nos hace seguir adelante, y lo que nos impulsa.
Es un recorrido donde encontrar tracción a cada tanto es mandatorio para no perder el rumbo y no olvidar los motivos. Nos vamos dando cuenta de que la realidad es muy dura y por eso inventamos la fe, de que estar vivo mata y por eso la vida duele, y de que nada de lo que vale la pena se conseguirá sin trabajarlo.
Ahora, siendo adultos, volvemos a ese primer minuto, y pasa frente a nosotros la única verdad irrevocable: hay que seguir mientras dure, hasta donde se pueda, hasta donde nos alcance, pero seguir. No hay otra opción porque ya estamos aquí, y la vida no para y el tiempo no vuelve, los días se escurren entre los dedos como arena, y todo se va quedando en los recuerdos o en los olvidos.
No hay más, sólo seguir, pero llenos de sentido y colmados de posibilidad, llenos de intención y rebosantes de voluntad, llenos de presente, pero desbordados de futuro.
En cada uno de nosotros vive ese primer minuto, aquel destello irreconocible ahora en nuestra memoria, en que abrimos los ojos y ya estábamos aquí; y en cada uno de nosotros sucederá ese último minuto, ese apagar la luz para hundirnos en lo que sigue, sea lo que sea. Lleguemos pues sabiendo que lo cumplimos todo, lo intentamos todo, y lo dimos todo.
Nuestro único propósito al llegar, era vivir. Que nuestra última bocanada de aire sea testigo de que lo hicimos. Nuestro único propósito al irnos, será haber vivido a pesar de todo y de tanto, para terminar como llegamos, sin saber qué es lo que sigue, pero listos para comenzar de nuevo.