Todas las pesadillas terminan. Este podría ser un mensaje de esperanza, sin embargo, pronto recordaremos que al final de cada una de ellas está otra esperando aparecer. La pesadilla de perdernos en un sitio desconocido y adentrarnos cada vez más profundo a esa nada. La pesadilla de caer eternamente hacia un suelo sólido y mortal al que no se acaba de llegar. La pesadilla del inevitable accidente, de la inminente pérdida.
Todas las pesadillas terminan, la cuestión está en descubrir qué tan mal comenzará la siguiente. Y justo estamos ahí, en ese espasmo entre dos sacudidas, en ese silencio entre dos alaridos. ¿Qué es peor? ¿El silencio o el estruendo? ¿La bocanada de aire insuficiente? ¿O terminar de ahogarnos?
Quisiera creer que el final de esta pesadilla será el preámbulo de un buen sueño. El inicio de una era donde lo que vendrá nos llena de ganas de seguir soñando. No obstante, debo reconocer que esta vez no es así.
Hoy, en el ocaso de la pesadilla que vivimos y en el alba de la que comienza, estamos en la frontera de un lugar terrible que apunta hacia otro peor. Una frontera no sólo en el espacio, sino también en el tiempo, un horizonte de sucesos que ya cruzamos y del que no podremos regresar.
Nos queda ahora soñar aquí cerquita, con los nuestros, en nuestras casas y con nuestras cosas, para luego, como siempre y a pesar de todo, convertir el buen sueño en realidad, forjando la vida que deseamos y creando el futuro que merecemos.
Ninguna pesadilla resiste el despertar.