De niño, fantaseabas con superpoderes increíbles que solo viven en la imaginación. Te ponías una toalla como capa y te imaginabas volando, o querías ser invisible para poder irte de los lugares que te aburrían sin que nadie te regañara, o soñabas con tener supervelocidad para salir al recreo antes que todos…
Para tu sorpresa, con los años fuiste descubriendo que esos superpoderes que considerabas infantiles, sí existen, aunque no como pensabas. No te pusiste una capa y te fuiste volando, pero sí te mandaron muchas veces a volar; tampoco fuiste invisible, pero igual las muchachas te ignoran todo el tiempo; y la única supervelocidad que adquiriste fue a la hora de amar.
Ahora que eres viejo, dejaste muy atrás el deseo de adquirir un superpoder porque aprendiste a conformarte con un poder normal. Ya no anhelas el superpoder de volar, pero sí el poder normal de levantarte en las mañanas sin dolor por la fascitis plantar; tampoco quieres el superpoder de la supervelocidad, pero sí el poder normal de que no te duela el tobillo malo cuando va a llover; y mucho menos deseas el superpoder de la invisibilidad, pero sí el poder normal de que, de vez en cuando, una o dos horas, para descansar poquito, nadie te esté chingando.
Y, sobre todo, los años te enseñaron que los superhéroes son para pendejos: delirios de la imaginación para proyectar en personajes ficticios una sobrecompensación de nuestras propias carencias, fantasías en las se refugia el débil para identificar sus mismos valores en alguien que sí es capaz de llevarlos hasta sus últimas consecuencias, puñetas mentales para sentir que allá afuera el mundo es un lugar heróico lleno de gente buena.
Si todavía te gustan los superhéroes, déjate de mamadas. Asume que el mundo es un lugar culero del que nadie te va a venir a rescatar. Deja ahí tus revistitas y, en lugar de andar con tus bátmanes, tus espaidermanes y tus avenyeres, mejor ponte a jalar.