En la vida del hombre existen pocas alegrías genuinas que llevará en el corazón cuando los tiempos difíciles: el día que recibió su primer sueldo, el del nacimiento de su primogénito, el de su boda, el de su divorcio, y aquella gloriosa noche en la que sus labios probaron por vez primera el dulcísimo elítzir de la vida: la cubita.
Como pasa con todo lo mágico, la cubita no es solo la suma de sus elementos. No es el frío de los cuatro hielitos que te recuerdan al corazón de tu ex; no es el caballito de Bacardí blanco que evoca las canciones más tristes de José José; tampoco es el agua mineral Topo Chico que burbujea como tus ganas de dar el primer trago; ni es el chorrito de Coca-Cola, o las gotitas de limón, o el besito al vaso que terminarán de aportar el más crucial de los ingredientes: el amor con el que la preparaste.
La cubita es mística, esotérica, milagrosa. Ha existido y permanecerá por siempre. Se rumora que Hércules, después de concluidos sus doce trabajos, ofreció un banquete para sus amigos en el que solo se sirvieron cubitas pintadas. También se dice que Alejandro Magno, al ver que no tenía más tierras por conquistar, lloró, y para curar su tristeza, se preparó una cubita. Incluso Dios, en ese séptimo día de la creación, cuando las horas en calma, descansó de su descanso para crear el Bacardí.
Cuando te agobie el peso de tus responsabilidades, cuando sientas que la vida no da tregua, cuando creas que todo está perdido y ya no quieras echarle ganas, recuerda las cosas buenas que existen. Y piensa en todos aquellos que, buscando una salida, encontraron una cubita. Es cierto que tus problemas no quedarán mágicamente resueltos, pero también es verdad que es mucho más fácil pensar en una solución cuando tienes una cubita en mano.