Es inevitable: un día, paseando al Firulais, o pujando en el baño de la oficina para liberar a Willy en horario laboral, o cuando tengas a tu morrita de pinicuchi mientras calculas cuánto es sesenta y nueve entre once para no venirte tan rápido, se te va a ocurrir la pendejada más grande que se le ha ocurrido a cualquier humilde hijo de la virgencita de Guadalupe.
Te sentirás iluminado, convencido de que lo que acabas de pensar es una revelación cósmica. Algo que el mundo necesita escuchar, que cambiará el rumbo de la humanidad, que marcará un antes y un después en la historia del pensamiento… o al menos un tuit viral en potencia.
Pero no. Lo más probable es que lo que acabas de pensar es una mamada. No un pensamiento revolucionario, ni una verdad profunda, ni una teoría innovadora. Una vil mamada, así nomás. De esas que se le ocurren a Faitelson en los días lentos de la redacción.
Y lo peor: tienes ganas de compartirla.
Quieres interrumpir la plática para decirla, tuitearla, ponerla en tus historias de Instagram con una foto en blanco y negro donde sales enseñando el culo, pero con arte, porque tú eres diferente y acabas de tener la mejor idea del mundo.
Pero, amiga, no lo hagas. No la digas. No la escribas. No la compartas. No te exhibas. Porque lo que traes no es iluminación, ni inspiración, ni una epifanía. Es puro sueño.
No estás teniendo una gran idea, nomás andas cansado porque anoche mezclaste las dos cosas que más daño te hacen: el alcohol y tu edad. Te hace falta agua, te hacen falta unos chilaquiles bien picositos y, lo más importante, te hace falta dormir más.
Traes puro sueño, duérmete un rato. Acuéstate, relájate, échate un coyotito. Y cuando despiertes, si la idea todavía te parece brillante, piénsala de nuevo y vuélvete a dormir.