Eran otros tiempos cuando, en casa de la abuela, tus tíos regañaban a tus primos y a ti por burlarse de Yayito, el güerco más chiflado de la familia, si amanecía todo meado y llorando porque soñó que se lo robaba un mariguano.
No se imaginaron el mal que le causarían a la sociedad todas esas viejas argüenderas que, enfermas de poder, hicieron campañas para terminar con el bullyig en las escuelas nada más porque Marquitos, el tartamudo de la secundaria, un día agarró a machetazos a uno de los que le ponían jocosos apodos como “el remix”, “el semiautomático”, o “el Elektra”, porque hablaba en abonos chiquitos.
Nos quitaron la risa y, con ella, nos quitaron una herramienta necesaria para, si no eliminar, al menos mantener en su lugar a esa plaga que ahora se ha expandido sin control y adueñado del mundo: los estúpidos. Es decir, nos quitaron la risa y al mismo tiempo nos metieron la longaniza.
El mundo cambió porque en el pasado, aunque muchos, los estúpidos sabían que ante el chascarrillo oportuno, la risa puntual, la burla a tiempo, no hay defensa, y cuando una carcajada los cacheteaba, regresaban a su realidad sin oponer resistencia, conscientes de que no había lugar entre la gente civilizada para sus reverendas mamadas.
Ahora, se nos ofende cualquier hijo de vecina si la gente normal reacciona de manera natural con una espontánea carcajada cuando propone en público la idea más estúpida que vas a escuchar en tu vida, y eso que viviste seis años escuchando La Mañanera del Licenciado.
No te amilanes, no claudiques, no temas como el que temió. Tú ríete, carcajéate, pitorréate de los pendejos. Nunca dejes que un estúpido se sienta cómodo expresándose. Nunca permitas que se adueñen de las conversaciones sin hacerles frente.
Confróntalos siempre y pronto, para que nunca más vuelvan a sentir el impulso de opinar, para que no anden exigiendo que cambies las vocales de las palabras y, sobre todo, para evitar que lleguen a puestos importantes con el respaldo de treinta millones de los suyos. Misisípate.