La gente junto
Al llegar, luego del llanto y del desconcierto de llenar los pulmones por vez primera, apenas hay una certeza, que por muy difícil de asumir, existe: a pesar de que somos diminutos, frágiles, torpes e incapaces para la vida, hay alguien, una persona al menos, que cree en nosotros y que pondría todo lo suyo en la mesa para que lo nuestro encontrara su lugar en el mundo.
Solos vinimos y solos vamos a irnos, dice el desamparo; pero entre llegar y partir, pasan cosas, ocurre alguien.
Y si la única certeza es la soledad, entonces habrá que dejarse a la duda.
En la narrativa que andamos, habrá personajes circunstanciales que perfilarán la línea siguiente: gente que tirará una trampa en tus tobillos y gente que te alcanzará su mano; hay que saber que existen y cohabitar con ellos el tramo y el lapso que toque pero, por fortuna, existen también quienes caminan al ritmo nuestro, con el mismo paso y rumbo; gente que, sin una sola razón, cree en nosotros y en nuestro próximo movimiento. La gente junto, la que empareja sus pies con los nuestros y no habrá de soltarnos ni bajarse de la acera hasta que un día, porque siempre llega el día, la esquina que los espera doble sin nosotros.
Hay quien nos mira con ojos distintos a los nuestros; la gente junto ve en nosotros cosas que nosotros jamás veríamos; la gente junto nos sueña brillar aunque el reflejo que el espejo nos regresa casi siempre es ordinario y jueves por la tarde.
Es entonces cuando entiendes que, a veces, vale la pena abandonar el juicio que levantamos sobre nosotros mismos, para abrazar las palabras que nuestra gente usa para dibujarnos.
Al final, porque siempre hay un final, habrás de cruzar el umbral solo; soltando todo, dejando atrás, descalzo. Pero si allá entonces, un pensamiento tuviera lugar cuando tus últimas luces, sería bueno regalárselo a la gente junto. Si las matemáticas ayudan, llegaste hasta ahí, diste la talla de tus hombros y fuiste tan fuerte como la suma de la fe que toda tu gente puso un día en ti, a pesar de ti.