En nombre de la justicia tuya
Tu pasión por la justicia, como ahora la entiendes, de pronto creció tanto que terminó por tomar casi cada uno de los espacios de los valores que tenías aquella primera vez que te asomaste al mundo.
Ahora eres justo, eres muy justo; no eres honesto, pero eres justo; no eres bondadoso, pero eres justo; no eres tolerante, pero eres justo; no eres responsable, pero eres justo; no recuerdas realmente lo que es la libertad o si te interesa, pero eres justo. Eres, probablemente, la persona más justa del planeta y estás dispuesto a atropellar a quien se ponga frente a ti para demostrarlo.
Así, la cautivadora idea de ejercer tu justicia en tus términos y sin límites te sedujo al punto de que nada es más importante que eso: ni la libertad del resto, ni las ideas de los otros, ni el mundo, ni la verdad, ni nada. La justicia, tu justicia: sólo eso importa.
Extasiado, decides que nadie que no seas tú y los tuyos debería abrir jamás la boca o subirse a un escenario o buscarse la vida o existir siquiera; ya hay suficiente odio en el mundo como para que un par de payasos impertinentes anden sueltos por ahí entreteniendo a cierta gente incorrecta que se ríe de las cosas equivocadas. Eso no va a pasar, no mientras tú estés a cargo.
Algunos estúpidos van a recriminarte tu nueva simpatía por la censura, por la mordaza; van a advertirte que un día tus propias ideas totalitarias van a pasar por ti y van a aplastarte con la misma fuerza con la que tú pesaste tu suela en la cabeza de los rebeldes; ignóralos, tú sólo estás siendo justo; que les quede claro que eres capaz de callarlos a todos, de encerrarlos a todos y de desaparecerlos a todos, en nombre de la justicia tuya.