Lo que dices te revela, te da forma. Antes de tu palabra eres algo y después de ella eres tú. Eres de cuerpo entero una vez que lo que piensas sale al mundo en tu voz. Decir, digamos, te concluye.
Decir te ajusta los nudos y talla las esquinas que, eventualmente, darás como referencia cuando alguien quiera virar rumbo a ti. Cuando dices, en realidad, lo que estás haciendo es dejarle ver al resto los detalles finos de lo que eres. Cuando te ven, eres completo cuando te escuchan.
Pero como en la música, los silencios son necesarios para dimensionar los sonidos; los breves momentos de quietud te permiten entrar con más claridad a lo sonoro, a lo que vale lo que suena, a la palabra necesaria.
Por eso a veces hay que cerrar la boca. Tu inercia de vendaval, casi siempre, confunde el silencio con inacción y, pasa, tropiezas. Cuando callas, si atiendes, entiendes a precisión no sólo lo que piensas, sino lo que justo dijiste o lo que estás por decir.
Lo que dices te revela, te da forma; pero lo que callas pone luz en las palabras que elegiste para enseñarte al mundo. Date, de vez en vez, al silencio.