Un día, por alguna razón, resolvimos que vivir en una narrativa de nosotros mismos era una mejor opción que asumir las consecuencias de enfrentar el mundo tal y como es o, por lo menos, enfrentarnos a la idea que tenemos del mundo.
Abrazamos la tentación de hacer de nosotros un personaje que viva nuestra vida en lugar tomar el control de nuestros actos, de nuestras palabras, de nuestros pensamientos. Traicionamos cada día al espejo que mira dentro de nuestros ojos, al hombre que pone su cabeza en nuestra almohada cada noche, cuando nadie nos ve.
Pero mentir tiene por consecuencia la mentira, aunque la obviedad no resulte tan obvia. Por pequeña que sea, la mentira va construyendo una sustancia que siempre te será ajena, una verdad de otro, un universo en el que es imposible poner un pie sin ensuciarse los huesos.
Cuando mientes, cada que mientes, el mundo deja de pertenecerte un poco y eso sí que es una tragedia.
Todos los días, a todas horas, en casi cada uno de tus movimientos, tienes dos opciones: mentir o elegir la verdad.
Di la verdad, las consecuencias de ello, por terribles que a veces sean, son tú. Y ser tú es lo único que tienes y, aunque a veces pueda parecerte poco, es real, es verdadero… es.