Hay derrotas que uno logra sopesar hasta mucho tiempo después: cuando las mira allá adelante, con la experiencia de haber ganado y haber perdido, con el juicio que dan los años; cuando la narrativa de la propia cabeza pasa por lugares mucho más tranquilos y de tierra más firme desde donde se puede mirar hacia ayer con palabras más precisas que las que usamos entonces.
Y es justo ahí en donde ocurre una tragedia: cuando recoges la memorabilia y contrastas lo que fue eso que fuiste con lo que ahora eres, cuando intentas recordar los gestos exactos de aquel día en el que no atinaste a decir lo que dirías, cuando aquello que sentiste entonces no contaba con el nombre que ahora sabes que tiene; cuando te distrajiste, pues, y tomaste el camino que te llevó hasta donde estás pero que, ahora, sabes que no habrías elegido si te hubieran dejado pasar saliva y supieras, como hoy, los colores que no pudiste describir aquel día que no sabías que habrías de recordar esta tarde frente a la luz del semáforo.
No supiste entonces que aquel trastabillo era una derrota y tampoco sabías que habría de venir por ti. Cometiste un error razonable que, incluso ahora, parece no ser tan caro pero que ya no tienes para pagar.
Si eres decente contigo, podrás llegar, desde ciertas rutas, a entender que aquello no fue un error sino un cabo, un recuerdo mal contado. Elegiste hoy desde donde estabas y ni mal ni bien. Normal, lo de todos, lo que hay.
Pero aprietas la boca, tienes esa costumbre, y antes de quitar el clutch vuelves a castigarte porque desde ahí, desde las palabras que ya no dices, piensas sin certidumbre que quizás la vida que querías se quedó colgada del árbol que no escalaste cuando te espantaban las alturas, que la vida que querías se te cayó de la mano cuando dudaste con cuánta fuerza tomarla, que la vida que querías se te fue del paisaje cuando asomaste los ojos por encima del horizonte pensando que algo brillaba allá adelante. Pensando.
Ésa es la derrota de la batalla que no luchaste, Ése es el error que cometiste un día sin saberlo, sin creer incluso ahora que aquello fue un desacierto; esa es la tragedia que no vas a poder contarle a nadie.
No un gigante que te aplasta, sino una tara crónica con la que habrás de vivir hasta que ya no puedas. Un reproche que habrás de hacerte de vez en vez con la luz apagada, un pacto de silencio con tu propio corazón.
Desde ahí, sabrás que cada uno de tus pasos va en una dirección incorrecta porque no viraste donde debías virar. Nomás tú sabes dónde. Todos sabemos nuestro propio dónde.
Y aunque en cada día de tus días de hoy amanece en punto a la hora de la luz; tú sabes, como todos, que vives la vida que se puede y no aquella que querías.