En medio del caos, en la banquita en la que una vez dijiste que te ibas a quedar sentado en lo que llegaba lo que habría de llegar, vas a ver arder el mundo. Mientras giras con él, en medio de tu confusión de ojos bien abiertos, vas a llegar a una premisa que habrá de llevarte de nuevo a tu centro y calmará tus pulsos: hay cosas que no puedes controlar.
Y es que las cosas son así: injustas siempre. Ciertas veces sales impune de tus taras y fechorías, ciertas veces pagas lo que no rompiste y otras tantas, así nomás, te toca ver pasar el torbellino sin saber exactamente qué hiciste para estar ahí y, aunque la vida da más reveses que derechas, te tocará decidir si llegaste ahí como un espectador de guardar silencio o si hay que treparse a la tarima.
Puestos al fuego, lo que toca es enfrentarlo: sentir el calor, chamuscarse, clavarse de bombita y arder de una; ser dueño de sí y del incendio.
Hay quienes dicen que uno es el resultado de sus fracasos, de su medianía o de sus éxitos; y puede ser: las sumas dan; acá, donde nosotros, se sabe que un hombre no es lo que resulta del fuego, sino eso que figura mientras enfrenta la lumbre.