Hace unos años estuve estancado en un vado del que, tiempo después habría de saberlo, no iba a poder salir sin ser remolcado.
Ahí, me instalé en un silencio oscuro que yo llamé “paz” porque la necesitaba y no porque lo fuera; abracé mis días a la quietud y me empecé a dejar pasar.
Errante, hubo satélites que guardaron su rotación alrededor mío; cosa que, también lo entiendo ahora, evitó que me desorbitara tangente rumbo a nada; su fuerza de gravedad estabilizó la mía y me permitió, en mi desidia hostil, mantenerme a flote en lo que pasaba lo que iba a pasar. Ni palabras suficientes ni vida por delante tengo para agradecer a quienes cuidaron mi ruta cuando solté el timón. Una disculpa por mi retraso en esta entrega.
Pero eso ya fue y afortunadamente hoy es hoy.
Quería decir que en ese entonces me aislé pensando que encontraría la tranquilidad necesaria, al margen del ruido, para cambiar mi vida por algo más a mi altura; pero lo que habría de entender, también después, es que nunca sabes realmente cuánto mides cuando tus pies no están tocando el piso. No fue buen negocio tener un sólo juego de llaves para una puerta cerrada y haber echado todos los espejos de la casa.
Quedarse solo, quiero decir, es una tragedia; una tragedia que encontró narrativas amables y defensores desgraciados. Flaca victoria dibujar un círculo en la arena y quedarse dentro.
Para mí, perdón por esta vez hablar desde mi boca, todo cambió cuando cambié, cuando quité el pestillo y me asomé al sol.
Hace unos años estuve estancado en un vado y, ahora lo sé, no habría salido sin ser remolcado por los míos que ya me saben suyo.
Abrí la puerta, salí y dejé entrar; me dejé querer de nuevo por nuevos y dejé que me diera otra vez la luz. Y aquí estamos.
Quiten el seguro y vayan por poquito más mundo del que son ustedes solos. Sí se conozcan.